Vida mortal o muerte vital
Director Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud
En abril de 2009, cuando se posesionó como presidente de la Corte Suprema de Justicia de Colombia, el magistrado Augusto Ibáñez señaló que este siglo XXI se convertiría en el siglo de los jueces. La razón: los poderes legislativo y ejecutivo (el Congreso y el Gobierno) habían sido incapaces de establecer normas legales y administrativas que protegieran muchos de los derechos ciudadanos derivados de cánones constitucionales.
Manifestó el magistrado entonces que esa determinación provenía de los sistemas judiciales en diferentes continentes y les correspondería a los jueces avanzar los derechos mediante la jurisprudencia. De hecho, el año anterior a su posesión, nuestra Corte Constitucional había expedido la sentencia que marcó un hito en la historia del sistema de salud: la T 760/08.
A pesar de las leyes ordinarias en salud derivadas de nuestra Constitución, la Corte señaló entonces que eran insuficientes para la adecuada reglamentación del derecho. Siete años después el Congreso lo hizo mediante la Ley Estatutaria que reguló el derecho fundamental a la salud, del cual subsisten aspectos pendientes de normatizar.
Existen otros derechos que no han tenido el mismo desarrollo legal en el país; el Congreso ha sido incapaz de establecer un ordenamiento para ellos. Es el caso del derecho a morir dignamente. Han sido las jurisprudencias de la Corte Constitucional las que han determinado un marco normativo, del cual se amparan contadas resoluciones administrativas del Ministerio de Salud.
La historia sobre este derecho se remonta a las sentencias T-366/93 y T-123/94, las cuales señalaron que solo la persona, como titular del derecho a la vida, puede decidir hasta cuándo es ella deseable y compatible con unas condiciones dignas. Luego la sentencia C-239/97 despenalizó el homicidio por piedad del acto eutanásico realizado por un médico, con consentimiento autónomo del paciente que padezca una enfermedad terminal.
La Sentencia T-970/14 lo ratificó e indicó que la ausencia legislativa no es razón para negar la práctica y que no podía imponerse la obligación a la persona de vivir en condiciones que valoraba indignas; ordenó al Congreso y al Ministerio de Salud normatizar el asunto y éste expidió la Resolución 1216/15. Después, la sentencia C-327/16 declaró constitucional el artículo 326 del Código Penal, definiendo que el homicidio por piedad no viola el derecho a la vida.
Entre los años 2016 y 2018 el ministerio expidió varias resoluciones amparadas por esas sentencias: con la 1051/16, reglamentó la Ley de Cuidados Paliativos, en cuanto al documento de voluntad anticipada. Mediante la 4006/16, creó un comité interno en el ministerio para controlar los procedimientos que hagan efectivo el derecho a morir con dignidad; y la 825/18, reguló el procedimiento para hacer efectivo este derecho de los niños y adolescentes.
El año pasado, con la sentencia C-233/21, la Corte amplió la protección del derecho a morir dignamente; fue más allá de la enfermedad terminal y argumentó que “no se puede obligar a una persona a seguir viviendo, cuando padece una enfermedad grave e incurable que le produce intensos sufrimientos, y ha adoptado la decisión autónoma de terminar su existencia ante condiciones que considera incompatibles con su concepción de una vida digna”.
La semana pasada, la Corte volvió sobre el tema con la sentencia C-164/22; esta vez declaró inconstitucional la penalización de la asistencia médica al suicidio, cuando así lo solicite de forma libre e informada el paciente que padezca intensos sufrimientos derivados de una lesión corporal o una enfermedad grave e incurable.
La protección para vivir y morir con dignidad ha sido una labor de la Corte Constitucional y de esa corriente de jueces decididos a desarrollar un Estado Social de Derecho derivado de nuestra Constitución. Esta línea no se encuentra ajena al espíritu que guía el “Informe de la Comisión Lancet sobre el valor de la muerte: devolviendo la muerte a la vida”, reseñado en esta columna hace un par de semanas.
Pero se necesitan más claridades, en especial para los profesionales de la medicina. Hace falta una ley que defina mejor, entre otros aspectos, los requisitos para recibir o denegar la prestación de ayuda y los de solicitud de esta para morir dignamente; que determine el procedimiento a seguir por el médico responsable y cuando se aprecie que existe una situación de incapacidad de hecho; que cree una instancia de garantía y evaluación y establezca los mecanismos de protección de la intimidad y de confidencialidad.
En este punto aplica lo dicho por San Agustín en sus Confesiones: nos debatimos entre una vida mortal y una muerte vital. Pero el Congreso de la República no se da por enterado.